Ejercicios con el "tú"

 




Acabas de llegar y ni siquiera te has quitado las botas. Has entrado en el baño y lo has usado, como quien lo usa con la rutina que da el derecho a ello, todo el derecho. Pero no. Luego, con el mismo paso firme y sin encender apenas luz alguna, te has dirigido a la cocina, donde te has servido una copa de vino blanco, después de un vaso de agua. Te oigo decir desde el otro extremo del pasillo que los jueves son malos, que te agotas, que te exprimes como un limón, que te quedas sin reservas, y la sed ataca tu cuerpo; pero no te escucho; siempre es así. Te quedas detenido, mirando las paredes. Te parecen tan horribles. ¿Cómo pudo alguien elegir tonos verdes y marrones para un espacio tan ridículo, mínimo? Exudas una exclamación por la que salen sapos y culebras imaginarias impregnadas en esa viscosidad verdosa, la que aseguras te provoca el visionado de los azulejos. Pero nadie te ha preguntado, y dejas de hablar para dirigirte al saloncito.

            Con un ánimo extraído de las profundidades de ese agotamiento tuyo, el de los jueves porque, a pesar de que hoy no lo digas, el resto de los días te sobreviene el mismo cansancio, el mismo desfallecimiento, la misma extenuación, solo que ahora no los mencionas porque pertenecen a otros tiempos venideros, y ya los evidenciarás. Así que ahora mismo, con ese languidecer intenso que te provoca ni recuerdas ya qué fue, te dejas caer sobre el sofá de la salita y, de no ser por tu pericia soportando copas, casi se te derrama sobre este y hacia el suelo. Piensas que es una suerte que yo no lo haya visto, que no esté ahí para comprobarlo. Eres un coqueto redomado. Siempre sabes cómo salir airoso. Y, esta vez, una cuestión de azar te ha beneficiado.

            El televisor apagado sobre el mueble es la marca de la casa. Solo tú lo enciendes. Buscas animar el ambiente, o provocarme, incitarme a salir de mi agujero. A estas alturas de la jornada nada te importa más que tus propios deseos y necesidades, y olvidas que, tal vez, haya opiniones contrarias a tu decisión. Pero instalas Telecinco sobre la pantalla, y vociferas más alto que los cuatro o cinco indeseables que gritan desde el otro lado de la realidad encajada entre plástico y conexiones. Un corte de luz apaga tus ansias de sangre, en el sentido figurado. Chillas como si fueras un cerdo a punto de morir degollado, buscando mi auxilio. Las paredes te devuelven vacío. Es entonces, y solo entonces, cuando te detienes y piensas, un poco, por una vez, unos escasos segundos en el día, en el final de este día, y sales corriendo a recorrer cada una de las piezas de esta casa. No solo verificas que no estoy. Es que has agotado mi paciencia y, por fin, después de siete meses usando las llaves que te presté para entrar a arreglarme el lavavajillas, te dejo mi casa y huyo donde no me encuentres jamás.

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