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Mostrando entradas de octubre, 2020

La leyenda del oso cavernario

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La lluvia fina que caía no era obstáculo para sus propósitos. El chico, curtido en mil batallas, subió a la montaña y se adentró en la cueva del oso milenario. Las leyendas sobre su existencia y su voraz apetito por la carne humana eran solo eso, leyendas, pues nadie había visto en décadas animal alguno merodeando el lugar; si acaso, unas pocas abubillas, algunos conejos de campo y las águilas, que sobrevolaban montes y campos en épocas inciertas. Así que borró de su mente la sombra oscura de las historias terroríficas escuchadas en su infancia y se dejó llevar por la última de ellas. Hacía semanas oyó decir que la tierra seca sobre la que jugara desde siempre, los campos plantados de viñedos que verdeaban en primavera e hibernaban cada nuevo otoño, los escarpados caminos de rocas y pinos poblados por mantos de cálido sol, fueron un día lejano el mar que aún no conocía, regando las tierras de sal. La cueva del oso guardaba esta certeza. Solo debía aventurarse y mirar. Allí arriba, en

Al principio

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 Todo empezó por el principio y al principio era todo. La brisa, la risa, las horas, las olas; todo, cada una de las pequeñas puntadas de un dios sin nombre dieron forma a los comienzos: al de uno y al de otro, al de aquellos y al de estos, porque por algo había que empezar. Luego llegaron las lluvias y miles de brotes levantaron la tierra y ascendieron casi, casi hasta el mismo cielo. Todo, absolutamente todo, no había hecho más que comenzar. Después surgieron los que no nacían de las aguas ni de la misma tierra. Se dijo de ellos que eran restos de estrellas. A partir de ese momento el final acababa de empezar.

Fuego

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Apenas dio tiempo de avisar a todos. Para cuando el dragón de fuego flameaba por doquier los enseres y sus dueños descendían colina abajo, arrastrados más por la fuerza imperiosa con que impelía el miedo que por ningún deseo de llegar al río. Los que quedaron en la aldea, niños, mujeres y algunos ancianos, podrían haber sido pasto fácil del monstruo dorado. Por fortuna, ese día el caudal bajaba lleno y los exhaustos vecinos pudieron cobijarse bajo sus aguas. Una vez allí, arropados por aquel maná límpido, el monstruo abandonaría su ataque. Ningún dragón de llama es capaz de atravesar las aguas.