Riel de la luna blanca
En la última noche soñó que se le desvanecían las manos, que sus dientes eran hilos a los que regresaba su alma, si es que ya era difunto. Soñó, o vio, los últimos rayos de la luna creciente posarse sobre su almohada derecha, la que permanecía vacía desde hacía treinta años. Pero no le importaba, como no le importaba haber cerrado esa puerta tras los pasos de ella la tarde en que todas sus cosas la aguardaban en el maletero, a una manzana de distancia, en la plaza poblada de piares y gritos de niños anclados a bocadillos de chorizo. Ajenos, niños ajenos, y ajenos a todo, como habría de ser. Soñó, o le venció el sueño despierto en la alcoba, que las paredes pintadas de azul se le aparecían amarillas; y la luz, tan intensa y doliente, le quebraba; que el techo se mantenía firme, allá arriba sobre su cabeza, hasta el mismo instante en que todo comenzó a rodar. Entonces los libros de su mesilla de noche iniciaron la danza terrible y, mostrando abiertas sus alas de papel, de