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Riel de la luna blanca

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  En la última noche soñó que se le desvanecían las manos, que sus dientes eran hilos a los que regresaba su alma, si es que ya era difunto. Soñó, o vio, los últimos rayos de la luna creciente posarse sobre su almohada derecha, la que permanecía vacía desde hacía treinta años. Pero no le importaba, como no le importaba haber cerrado esa puerta tras los pasos de ella la tarde en que todas sus cosas la aguardaban en el maletero, a una manzana de distancia, en la plaza poblada de piares y gritos de niños anclados a bocadillos de chorizo. Ajenos, niños ajenos, y ajenos a todo, como habría de ser.             Soñó, o le venció el sueño despierto en la alcoba, que las paredes pintadas de azul se le aparecían amarillas; y la luz, tan intensa y doliente, le quebraba; que el techo se mantenía firme, allá arriba sobre su cabeza, hasta el mismo instante en que todo comenzó a rodar. Entonces los libros de su mesilla de noche iniciaron la danza terrible y, mostrando abiertas sus alas de papel, de

La biblioteca de los cuentos desterrados

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    Mamá osa no comprendía porqué sus oseznos no salían de la cueva después de los meses de hibernación. La primavera había brotado alrededor y ya era tiempo de conocer mundo. —No, no, no. No lo cuentes así. Habíamos quedado en que cambiábamos esta parte. —replicó Carmen a su hermana. Todas las noches, antes de acostarse, las dos pequeñas se ocultaban bajo el nórdico extendido sobre la cama de la mayor, sacaban la linterna que les regaló su abuela y, con un hilo de voz para que nadie las escuchara, leían uno de sus cuentos favoritos. —Pero es lo que pone en el cuento, el que nos escribió la tía antes de que nos volvieran a dejar sin recreos ni clases en el cole. —respondió enérgica la pequeña Lidia. —Ya lo sé. Pero nosotras teníamos un plan. ¿Recuerdas? Nada de encierros, nada de personas encarceladas, no podemos decir una sola palabra que tenga que ver con no poder salir. Lidia asintió y dejó el pliego de papeles a un lado. Se acurrucó junto a su hermana en esa fría noche y

La leyenda del oso cavernario

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La lluvia fina que caía no era obstáculo para sus propósitos. El chico, curtido en mil batallas, subió a la montaña y se adentró en la cueva del oso milenario. Las leyendas sobre su existencia y su voraz apetito por la carne humana eran solo eso, leyendas, pues nadie había visto en décadas animal alguno merodeando el lugar; si acaso, unas pocas abubillas, algunos conejos de campo y las águilas, que sobrevolaban montes y campos en épocas inciertas. Así que borró de su mente la sombra oscura de las historias terroríficas escuchadas en su infancia y se dejó llevar por la última de ellas. Hacía semanas oyó decir que la tierra seca sobre la que jugara desde siempre, los campos plantados de viñedos que verdeaban en primavera e hibernaban cada nuevo otoño, los escarpados caminos de rocas y pinos poblados por mantos de cálido sol, fueron un día lejano el mar que aún no conocía, regando las tierras de sal. La cueva del oso guardaba esta certeza. Solo debía aventurarse y mirar. Allí arriba, en

Fuego

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Apenas dio tiempo de avisar a todos. Para cuando el dragón de fuego flameaba por doquier los enseres y sus dueños descendían colina abajo, arrastrados más por la fuerza imperiosa con que impelía el miedo que por ningún deseo de llegar al río. Los que quedaron en la aldea, niños, mujeres y algunos ancianos, podrían haber sido pasto fácil del monstruo dorado. Por fortuna, ese día el caudal bajaba lleno y los exhaustos vecinos pudieron cobijarse bajo sus aguas. Una vez allí, arropados por aquel maná límpido, el monstruo abandonaría su ataque. Ningún dragón de llama es capaz de atravesar las aguas.

Hoy he oído en la radio esa canción ochentera y me he estremecido

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  En esencia las líneas eran precisas y estaban definidas sobre vuelos de mariposas y magia por todo alrededor antes de comenzar. Esa precisión tenía que ver con los mundos abiertos, con la realización de los sueños, de todos y cada uno de ellos, con la materialización de la emoción, con la intensidad de los primeros días de la adolescencia o, quizás, para ser más exactos, con los momentos previos a ésta. Todo estaba por construir en el altillo de la vida; nada se imaginaba imposible y la escalera a los sueños comenzaba a dibujar peldaños en los que poco importaba su color o su brillo. Bastaba con que fueran.             Así se adivinaba el futuro, mientras en la radio sonaba una canción ochentera.             Hoy la he vuelto a escuchar, al pulsar el botón que  me lanzara directa a una emisora con éxitos de hace más de treinta años. Igual pero diferente. Ya no había interruptor que deslizar al modo on ; se habían perdido los peldaños de la escalera, o cayeron derruidos por alguna