La biblioteca de los cuentos desterrados

  

Mamá osa no comprendía porqué sus oseznos no salían de la cueva después de los meses de hibernación. La primavera había brotado alrededor y ya era tiempo de conocer mundo.

—No, no, no. No lo cuentes así. Habíamos quedado en que cambiábamos esta parte. —replicó Carmen a su hermana.

Todas las noches, antes de acostarse, las dos pequeñas se ocultaban bajo el nórdico extendido sobre la cama de la mayor, sacaban la linterna que les regaló su abuela y, con un hilo de voz para que nadie las escuchara, leían uno de sus cuentos favoritos.

—Pero es lo que pone en el cuento, el que nos escribió la tía antes de que nos volvieran a dejar sin recreos ni clases en el cole. —respondió enérgica la pequeña Lidia.

—Ya lo sé. Pero nosotras teníamos un plan. ¿Recuerdas? Nada de encierros, nada de personas encarceladas, no podemos decir una sola palabra que tenga que ver con no poder salir. Lidia asintió y dejó el pliego de papeles a un lado. Se acurrucó junto a su hermana en esa fría noche y le recordó:

—Hace ya seis meses que no hemos leído La Cenicienta; Hansel y Gretel lo descartamos el segundo día de hacer nuestra promesa. Después eliminamos Alicia en el país de las maravillas, porque descubriste que el pozo al que caía, y del que no podía salir, era también un símbolo de encierro. De Rapunzel ya ni hablamos; El flautista de Hamelin fue sentenciado al olvido por haber hecho desaparecer a los niños, pues dedujimos que los encerró en algún lugar; La Bella y la Bestia fue apartado porque Bestia decidió no dejar salir a la joven de su palacio. Tampoco leemos Dumbo por la misma razón: enjaularon a su madre. Y ahora me dices que no puedo leer el cuento que nos escribió la tía para nuestro cumpleaños. ¿Cuándo acabará todo esto? Estoy harta ya. —La pequeña se dio media vuelta y salió de la cama de la mayor.

            Un aire enrarecido inundó, de inmediato, el cuarto. En la penumbra de la noche, el resplandor de los árboles incendiados por luces de Navidad dejaba entrever la librería vacía, donde apenas permanecían un par de volúmenes, dando un aspecto de vida a medio construir, tal y como estaban en ese momento las de las pequeñas, esquilmadas de un tajo por el virus asesino que campaba a sus anchas por todo el planeta.

            Bien lo sabían las dos. Hacía un mes papá y mamá las sentaron en el sofá y les contaron de aquel tío explorador (a papá le gustaba llamarlo así, pero era en realidad un voluntario en países menos desarrollados económicamente), hermano de la abuela Fina, que salió un día de joven para nunca regresar. Eso sí. Cada día 9 de todos los meses escribía una carta a la familia relatándoles sus aventuras, hazañas, proezas y cuánto bien estaba haciendo por el mundo, para que no se sintieran abandonados, para que vieran cómo construía y se construía su vida, fructífera, ayudando a los necesitados. Por eso papá le decía con gusto “el tío Miguel, el explorador”. En cambio mamá, que desde pequeña venía escuchando historias sobre él, sabía a ciencia cierta que más bien era un voluntario, un misionero que encontró su paz y su lugar entregando sus días a los demás. Pero no le tenía rencor. Ella no. Ella le comprendía. Sin embargo su abuelita, madre abnegada que esperó el regreso del hijo, murió sin perdonar que se marchara y la dejara sin ver cómo formaba una familia y envejecía junto a ella, junto a los suyos, ligado a los de su sangre en el pueblo que lo vio nacer.

            Esta vez no había llegado la carta del día 9. Esperaron una, dos y hasta tres semanas, cuando llegó la comunicación. El tío Miguel, el explorador, el misionero, el voluntario, fallecía por el mismo virus que retenía en casa a las pequeñas, a sus amigos, a sus profesores, a los papás y las mamás del mundo. Ya no habría aventuras en campo abierto, ni leones olisqueando el Land Rover a su paso por la sabana africana, ni hechiceras que depositaran amuletos protectores sobre su pecho desnudo, ni pequeños a los que enseñar a leer y escribir, o a sacar agua de pozas y determinar su potabilidad. Ese era el tío Miguel, el símbolo de la libertad, sin ataduras ni encierros. En homenaje a él y para tratar de exorcizar a ese microscópico bicho que tanto mal estaba haciendo, las dos pequeñas sellaron un pacto: no volverían a leer cuentos donde los personajes sufran de encierro, cárcel o se hallen enclaustrados. El cuento "Los oseznos" acababa de ser sentenciado para ir a engrosar el exilio en el trastero. Fue entonces cuando Carmen, que aún no había escrito su carta a los Reyes magos, resolvió:

—Ya tengo la solución. Les escribiré mi carta. —La mayor de las dos sabía cuántas proezas fantásticas son capaces de hacer y cuán grande es el poder de las peticiones y frases que siempre incluía en el folio. Recordaba el año en que aprendió a escribir y, a pesar de que le faltó la h, los tres sabios se las ingeniaron para traerle aquel tragabolas tan divertido.

            Así que saltó de su cama, tomó papel y lápiz y se sentó en el suelo. Cuando terminó se lo enseñó a su hermana.

—¿Lo ves? Ahora sí terminará todo esto y podremos volver a leer Alicia, La Cenicienta y todos nuestros cuentos. —Depositó la carta en la mesita de noche, doblando meticulosamente el papel para que solo ellos pudieran leerla.

            A la mañana siguiente, mientras las dos pequeñas desayunaban, su madre entró la habitación. Vio la carta y respiró aliviada. Por fin sabría qué regalos quería la mayor. Abrió sigilosa el pliego. En su interior, un dibujo y una frase: “Los tres reyes celebran que el virus se va”.




 #unaNavidaddiferente

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