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Importaba él

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  El pequeño destrozó el papel con ambas manos. Con la emoción de los días que no había conocido antes, sacó el contenido del interior. Era una caja de color rojo y armada con un cartón medio endeble. De haber llovido ese día se hubiera deteriorado con suma facilidad, depositada como estaba, allí, en el patio exterior. Por suerte no lo hizo. El clima era cálido. Soplaba un extraño aire, más propio de una de esas jornadas de poniente en agosto, con las horas densas cayendo a plomo y dejando chillar a las alas de las chicharras, que de las fechas que estaban atravesando: la Navidad. El niño tenía seis años, pero podría decirse que tenía uno, o tal vez dos, a lo sumo; y no era tanto por su estatura y sus medidas, cortas y endebles, delgaducho hasta parecer esmirriado, sino por la ausencia de momentos como este en su diario. Tenía hermanos, pero ninguno había aparecido esa mañana por allí. Con dieciséis años o más cumplidos, lo importante era trabajar. Lo vital. Se le veía bien vestido
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  Es Navidad y los árboles morirán, extirpados de su tierra, por la mano avara y cautiva del hombre; y serán felices los hombres, no los árboles, al falso abrigo de cepellones muertos. Después, cuando todo acabe y llegue la rutina de los días eternos, lloverán agujitas en zaguanes y se amontonarán los fallecidos sin savia ni clorofila en basureros y terrazas.   Es Navidad y muchas tiendas abrirán, abarrotadas de artefactos inútiles, abalorios, cacharros de toda índole, creados bajo el solo propósito de adornar los días señalados. Luego, cuando todo termine, serán basura, o irán a sumarse a los incontables cachivaches que alumbraron nuestros escuetos días de navidades pasadas, en el desván de las cosas olvidadas. Es Navidad y multiplicaremos las viandas, exageraremos los platos, las cantidades, los comensales, las jarras, las botellas y las copas, de la misma forma que engrandeceremos nuestras (¿falsas?) sonrisas, alegrías, fingimientos y mentiras. Se trata de participar en este be

Tarde de playa

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- Entonces qué ¿seguimos adelante? - Déjame pensármelo. Todavia no tengo claro algo, respondió ella. Esa tarde recibió la llamada de Carla. Qué bien, tanto tiempo sin hablar con ella y con las otras. Seguro que le sentaría fenomenal esa excursión a la playa de la que le habló. Demasiadas horas pegadas al ordenador, cosida a la silla de despacho, de lunes a viernes y vuelta a empezar. Dijo que sí. Colgó el teléfono. Ya lo pensaría más adelante su respuesta. Quizás pasado mañana. Aún tenía un margen. Así habia quedado con Álvaro Crespo. Era apuesto aquel tipo: mentón puntiagudo, no demasiado, solo lo suficiente para resultar atractivo; sin una arruga en la cara, ni una sola, y ya pasaba de los cuarenta; cabello fuerte y castaño; y la estatura, el imprescindible metro noventa. Siempre le gustaron altos, mucho, demasiado incluso, le gustaron y le gustaron altos. Ahora no se iba a echar atrás.  A las cuatro en punto pasaron por ella. Un remozado escarabajo rosa chicle. Nunca lo hubiera pens

Escrito el 18 de abril de 2014

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La noche en que anunciaron el gran deceso a Mireia le había dado por pasarla en vela. Por eso fue la primera, después de aquel cronista de barrio venido a menos por causa de su fuerte adicción a las drogas y a las putas, pero elevado ahora al estrellato de un día por la fatal noticia, en conocer este hecho. No pudo menos que sentirse impactada; casi huérfana por tercera vez , pensó. Tal era su intimidad imaginada con el escritor de sueños, ahora vagante en los limbos perdidos del camino de ida sin vuelta.             Recordó los días de un verano que quedaba ya muy lejano en el tiempo, en su tiempo, y más aún en el que ya no lo es de los que ni están por aquí ahora. Recordó. Y con las alas puestas en modo inverso se desplazó volando a unos días felices, cargados de gritos de niños, risas, playa, humedad salada y bañadores tendidos en el patio, y ella, resguardada de todo esto, en su cuarto. Sintió el tacto seco de unas páginas que pasaba sin detenerse, el ritmo ascendente de las pala

Ejercicios con el "tú"

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  Acabas de llegar y ni siquiera te has quitado las botas. Has entrado en el baño y lo has usado, como quien lo usa con la rutina que da el derecho a ello, todo el derecho. Pero no. Luego, con el mismo paso firme y sin encender apenas luz alguna, te has dirigido a la cocina, donde te has servido una copa de vino blanco, después de un vaso de agua. Te oigo decir desde el otro extremo del pasillo que los jueves son malos, que te agotas, que te exprimes como un limón, que te quedas sin reservas, y la sed ataca tu cuerpo; pero no te escucho; siempre es así. Te quedas detenido, mirando las paredes. Te parecen tan horribles. ¿Cómo pudo alguien elegir tonos verdes y marrones para un espacio tan ridículo, mínimo? Exudas una exclamación por la que salen sapos y culebras imaginarias impregnadas en esa viscosidad verdosa, la que aseguras te provoca el visionado de los azulejos. Pero nadie te ha preguntado, y dejas de hablar para dirigirte al saloncito.             Con un ánimo extraído de las p

La vida detenida (por ahora)

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  Sé que tras este muro de ramas secas, de vida agotada, de días pasados, aguanta incansable la certeza de las horas venideras, del futuro, azul y blanco, algodonado, de los dulces tiempos y las serenas brisas, del aire cálido y el susurrar de promesas. Hasta que llegue esperaré, paciente, y me obnubilaré distraída con el bermellón flameante del semáforo en rojo, de la vida detenida, de las horas tranquilas, de la paciencia infinita; para disfrutar, quieta, cómo alrededor no corren mas que los otros.

Deprisa

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Sabía que debía darse prisa. Todo estaba a punto de comenzar: el aire ululaba suave desde que llegaron los primeros halcones; el cielo comenzaba a aclararse después de la negra noche sobre su cabeza; y un discurso, como de un más allá bien cercano, le rozaba en los oídos, susurrándole algo indescriptible.  Pero tenía la certeza de estar tan cerca del final como lejos de llegar.  Y así, ensilló su caballo, cubrió sus espaldas con la larga capa, y partió al trote, evitando el desfiladero. Tan solo restaba dar con el lugar de la estatua. Después, el sol, con su primer rayo, imprimiría el calor necesario para volver a la vida a aquel convertido en salazón, siempre que él recitara el conjuro.      Ciertamente, estaba al final. Cuando llegó, todo era sal.