Tarde de playa



- Entonces qué ¿seguimos adelante?

- Déjame pensármelo. Todavia no tengo claro algo, respondió ella.


Esa tarde recibió la llamada de Carla. Qué bien, tanto tiempo sin hablar con ella y con las otras. Seguro que le sentaría fenomenal esa excursión a la playa de la que le habló. Demasiadas horas pegadas al ordenador, cosida a la silla de despacho, de lunes a viernes y vuelta a empezar. Dijo que sí.

Colgó el teléfono. Ya lo pensaría más adelante su respuesta. Quizás pasado mañana. Aún tenía un margen. Así habia quedado con Álvaro Crespo. Era apuesto aquel tipo: mentón puntiagudo, no demasiado, solo lo suficiente para resultar atractivo; sin una arruga en la cara, ni una sola, y ya pasaba de los cuarenta; cabello fuerte y castaño; y la estatura, el imprescindible metro noventa. Siempre le gustaron altos, mucho, demasiado incluso, le gustaron y le gustaron altos. Ahora no se iba a echar atrás. 


A las cuatro en punto pasaron por ella. Un remozado escarabajo rosa chicle. Nunca lo hubiera pensado. La que conducía era Nuria. Intolerable en ella. Era heavy. O lo había sido. Aunque seguramente eso quedó empaquetado en el sótano de casa de sus padres, entre libretas con pegatinas de  grupos de esa tribu urbana a la que perteneciera. ¡Para que luego digan!, se dijo a sí misma en un murmullo que escuchó apenas su escote. Un Wolsvagen ya parece una ofensa a su condición, perdón, ex condición de  heavy. Pero ¡rosa! Qué bajo ha caído. 

Del interior de la gominola con ruedas salió un brazo aleteando, alegre y ruidoso. Era Maika. De habérsela cruzado por la calle no la habría reconocido jamás. Hasta donde quedaba de su apéndice dentro del vehículo una cascada de tinta se le derramaba desde los mismos dedos de la mano a quién sabe qué lugar de su fisonomía. Lo averiguaría más tarde, tumbadas las cuatro sobre la arena. Al parecer, según relató, guardó las faldas largas que a mamá tanto le gustaban, se cortó el pelo, casi a lo chico coincidiendo con el primer... eso se lo contó después, mientras esperaban en la cola del baño, en la heladería junto al paseo. Según sus cuentas estrenaba casi a la vez cabeza nueva y novio nuevo, y él era, precisamente, el causante, o el artista autor de todos esos tatuajes. También de su ida de tarro. Porque a Maika, que siempre le gustó recrearse en las cosas, se estaba dejando recrear tanto con este mozo que el día de playa Carla y las demás le descubrieron tatuajes hasta donde nadie imaginara jamás. Y sí, su brazo era apenas un anexo a tantos capítulos dictados con múltiples formas y geometrías. Por eso a ninguna extrañó la historia sobre el infarto de su madre. Ciertamente, cuando se encarrila para mojigata a la niña y sale tan extrema, tan opuestamente extrema, sería impensable mantener el tipo, en los dos sentidos, el moral y el físico.


Lo que peor llevaba eran las despedidas; no tanto por un sentimiento pesaroso que le recorriera el interior, sino por esa especie de rutinaria y tortuosa mentira, instalada como el mejor de los eufemismos, que había adoptado la categoría de fórmula oficial para retirarse y que ya, a estas alturas, se adivinaba imposible de evitar. Pero el momento había llegado.


-Qué bien lo he pasado hoy, chicas, comenzó Carla.

-Sí, yo también. Ha sido un día perfecto, siguió Nuria.

-Sí, a ver si organizamos otra quedada como esta, se adelantó Maika.

Y, como si hubiera que redoblar la apuesta Any añadió:

-O para otra actividad diferente, que nos lo merecemos. 


Besos, abrazos, caras sonrientes, mohínes y gestos de confraternización se les despegaron uno a uno conforme cada una de ellas iba descendiendo de aquel pegote de mobiliario de Barbie con motor. 


Álvaro Crespo esperaba respuesta y Any se la dio desde el otro lado del Nokia.

- Tengo la solución. Tan solo he de imprimir una foto. ¿O prefieres que te la pase a tu móvil? Serán como esas, las de en medio del grupo. Por supuesto, he cortado las caras de la imagen, no sea que te enamores de alguna de mis "amigas". Y por su mejilla derecha se elevó una pícara sonrisa que el cirujano no pudo ver pero sí intuir.


Pit pit, insistió el aparato, y en la pantalla aparecieron tres cuerpos femeninos tumbados sobre la arena, uno junto al otro, tan diferentes que era fácil distinguir el elegido: en el medio, unos pechos perfectos, redondos y con el volumen justo para permitirse hundir barcos en el profundo canalón de su centro. Apuntaban hacia arriba. También Carla pasó por quirófano.

Ciertamente, le había venido muy bien esa excursión a la playa. Ahora sabía cómo quería los suyos.





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