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La muerte de Batman

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La muerte de Batman nos pilló por sorpresa, como te pillan casi todas las cosas en la vida. Te despiertas una mañana y ahí, sobre la moqueta del salón que compraste a regañadientes, aparece un charco de sangre del que no sabes su origen. Luego, como quien no quiere la cosa, y mientras te asomas al jardín a regar esos rosales que tan altos se han hecho y tanto odias, porque tú lo que querías eran jazmines; pero claro, los jazmineros no asientan en esta zona, donde las heladas los acaban matando. Así que no te quedó otra que admitir que tu tarjeta de crédito iba a hacer el pago por esos rosales, sin flores aun, pero hinchados de espinas, como la amenaza que ya apuntaban a ser. Lo pagaste a disgusto. ¡Qué se le va a hacer!             Y así, con la manguera en la mano, observas el retal que quedó enganchado en la dureza de esas espinas, antaño verdes y ahora negras, cual garras de águila; despedazan todo lo que les sale al paso. ¡Mira que son listas!, musitas, sin moverse de sus

Vides y grillos

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Vides y grillos Aquella noche soñó. Soñó con una casa vacía. Un niño. Las raquetas de tenis de su abuelo, cuando era joven, antes de la guerra, mucho más lejos de su realidad y a dos pasos de la del bisabuelo; vio la tierras y las hojas, las vides, los grillos. En su cabeza hacía tiempo habían dejado de cantar, como ya no cantaban en el campo, sobre la tierra seca y agrietada, bajo el sol de justicia de un mes de julio cualquiera. Cuando era niño, cuando él era niño. Y recordó el olor de las higueras sobre su piel púber, toda vez que de un brinco alcanzaba su copa y se quedaba allí, quieto, a ver si nadie le encontraba ese día, a descubrirse el amo del mundo, de un mundo que ya no existía pero que su memoria le traía como las olas sobre la orilla. Todo esto soñó. Quizás fue por lo que no despertó.