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La leyenda del oso cavernario

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La lluvia fina que caía no era obstáculo para sus propósitos. El chico, curtido en mil batallas, subió a la montaña y se adentró en la cueva del oso milenario. Las leyendas sobre su existencia y su voraz apetito por la carne humana eran solo eso, leyendas, pues nadie había visto en décadas animal alguno merodeando el lugar; si acaso, unas pocas abubillas, algunos conejos de campo y las águilas, que sobrevolaban montes y campos en épocas inciertas. Así que borró de su mente la sombra oscura de las historias terroríficas escuchadas en su infancia y se dejó llevar por la última de ellas. Hacía semanas oyó decir que la tierra seca sobre la que jugara desde siempre, los campos plantados de viñedos que verdeaban en primavera e hibernaban cada nuevo otoño, los escarpados caminos de rocas y pinos poblados por mantos de cálido sol, fueron un día lejano el mar que aún no conocía, regando las tierras de sal. La cueva del oso guardaba esta certeza. Solo debía aventurarse y mirar. Allí arriba, en

Vides y grillos

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Vides y grillos Aquella noche soñó. Soñó con una casa vacía. Un niño. Las raquetas de tenis de su abuelo, cuando era joven, antes de la guerra, mucho más lejos de su realidad y a dos pasos de la del bisabuelo; vio la tierras y las hojas, las vides, los grillos. En su cabeza hacía tiempo habían dejado de cantar, como ya no cantaban en el campo, sobre la tierra seca y agrietada, bajo el sol de justicia de un mes de julio cualquiera. Cuando era niño, cuando él era niño. Y recordó el olor de las higueras sobre su piel púber, toda vez que de un brinco alcanzaba su copa y se quedaba allí, quieto, a ver si nadie le encontraba ese día, a descubrirse el amo del mundo, de un mundo que ya no existía pero que su memoria le traía como las olas sobre la orilla. Todo esto soñó. Quizás fue por lo que no despertó.