Apesadumbrada, contaba los días que le restaban para que el hombre, de grandes ojos azules, posara su mirada acuosa sobre ella y extrajera la carta que le autorizaba a separarla, para siempre, del piano de cola. Todos los días, con el sol sobre su cabello, apuntando rayos de calor, ideaba cientos de planes, argüía estrategias y maneras de mantenerlo a su lado; cada una de las noches oscuras, más aún en las que ni la luna asomaba su perfil, el frío desamparaba sus proyectos y atería cuanto de humana era su presencia, rasgando sueños y esparciendo ilusiones, hechos pedacitos, jirones, que caían sobre el suelo del local. El piano, mientras, miraba silencioso desde el rincón que ocupaba hacía veinte años, allí, en el café-tertulia. Soñaba despierta, pues ya las noches habían tomado el mando sobre ella, y la mantenían en vilo y suspendida en una bruma espesa de inquietud; así, soñaba que hallaría la empresa perfecta para resolver su deuda; que un postor, con las mano